martes, 13 de agosto de 2019

ABSUÉLVAME, PADRE, PORQUE HE PECADO

ABSUÉLVAME, PADRE, PORQUE HE PECADO
Leonardo Miño Garcés
Sí, absuélvame, “padre” porque, según los dogmas de su Iglesia, he pecado, pero le advierto que volveré a hacerlo.
     Debo confesar que no puedo “poner la otra mejilla” porque realmente considero a ese un acto de injusticia. Y, además, no puedo confesarme porque ese “sacramento”  que instituyó el Papa Inocencio III en el año 1194 copiándoselo a los Cátaros -a los que, luego, siguiendo el consejo de “santo” Domingo de Guzmán, ordenó exterminar- tiene sus inconvenientes, sus “bemoles”. Hace algunos años, y luego de más sin confesarme, atendiendo a ruegos insistentes de mi hija fui a hacerlo ante el capellán del Opus Dei. Luego de más de dos horas de diálogo o discusión en la que él quería demostrar sus afirmaciones utilizando versículos del Nuevo Testamento, y yo demostraba que estaba equivocado utilizando los mismos y otros versículos del mismo libro, el capellán terminó agotado y me despachó con esta frase: “tienes toda la razón, pero te condenarás”. O sea que su dios “omnisciente” no atendía a razones, odiaba la lógica y, a petición del capellán de marras, ya había ordenado que se me reserve en el infierno una paila a una temperatura directamente proporcional con mi razón.
      Desde que “san” Jerónimo en el año 405 tradujo la Bilblia desde el hebreo y el griego al latín y su obra, llamada “la Vulgata”, fue declarada única, auténtica y oficial de la Iglesia Católica, esta fue introduciendo frases a través de los siglos atribuyéndoselas fraudulentamente a Jesucristo. Un examen detenido y minucioso de la vida de Jesucristo permite revelar que esas frases y hechos es imposible que fuesen de Jesús. Una de ellas es que todo agravio y delito por grave que fuese debe ser perdonado “poniendo la otra mejilla”, sin reclamar una satisfacción ni castigar previamente al delincuente. Lo cual no es una virtud sino una injusticia que deja a los delincuentes en la impunidad.
     Aquello, entre otras razones, ha permitido que los crímenes más horrendos y perversos, tanto de los mismos Papas y de sus cardenales, obispos y curas, así como de sus aliados, los gobernantes de todos los países del mundo a través de la historia, hayan sido perdonados sin previa satisfacción ni castigo. Y que todos hayan escapado a disfrutar de fortunas mal habidas o incluso hayan sido declarados “santos” o “héroes”.
      No puedo olvidar un acontecimiento ocurrido en el Ecuador hace pocos años. Un alto funcionario del régimen, repudiado por la población por arbitrario, delincuente y prepotente, insultó al Arzobispo de Guayaquil por condenar a su gobierno corrupto, pero el Presidente de la Conferencia Episcopal, temeroso de perder las sonrisas del dictador, declaró que “no había pasado nada” y que el sujeto de marras “era un buen católico, de misa frecuente”.
          Todo lo anterior pone en contexto lo que voy a relatar a continuación.
     Desde la más remota antigüedad la historia ha demostrado que el mal llamado “Aparato de Justicia” de cada imperio o país es una gran mentira, que sólo sirve para castigar a los rateritos de gallinas y absolver y premiar a los grandes canallas. Ante esa realidad, a la gente no le queda más recurso de castigo -aunque no de obtener la satisfacción debida por los robos y crímenes- que la práctica de la vindicta pública, es decir poner un sambenito al delincuente y apartarlo de la sociedad de bien, una suerte de ostracismo tácito, una exclusión moral de la sociedad. Pero, de manera asombrosa y repudiable, esto tampoco ocurre, la gente pronto olvida los agravios y recibe en su seno a los canallas, llenos de honores y libres de disfrutar impunemente de “sus” fortunas. Sea por pura abulia, estupidez, o porque “hay que poner la otra mejilla y olvidar los agravios”.
      De manera que si el Aparato de Justicia es un fraude y la sociedad perdona los atropellos y crímenes, pues ahí está la razón de la situación de miseria y liquidación de la sociedad en su conjunto. Pero luego los ciudadanos indulgentes andan quejándose y llorando como magdalenas. No hay que quejarse, llorar ni hacer escándalo sino, como escribió Juan Montalvo, COMPRENDER y asumir las culpas por la acción u omisión de cada uno.
      Pero, afortunadamente, hay unos pocos ciudadanos que no pueden perdonar, poner la otra mejilla ni mirar para otro lado, simplemente no pueden hacerlo porque para ello tendrían que negarse a sí mismos y desaparecer.
      Un amigo me comentaba, descorazonado, que tenía un conflicto mental (una disonancia cognitiva) porque sus ex compañeros de Colegio a los que no había visto desde hace 53 años se reunían una vez al mes para un almuerzo de camaradería pero, me decía, “¿Cómo voy a saludar a algunos de ellos, sonreírles, abrazarles y compartir la mesa, si uno es un traficante de drogas, más de uno es (o fue) defraudador de los dineros públicos; otro ha hecho una tremenda fortuna asesorando a políticos ladrones y corruptos por toda América para que engañen a sus votantes, arruinen a sus países y luego queden perdonados; las trampas e indecencias de otros han afectado a toda la sociedad. Claro que algunos son decentes y me gustaría abrazarlos y departir con ellos, pero, y qué hago con aquellos bellacos? Mejor me abstengo de asistir. No puedo hacerlo, no depende de mí”. He ahí a un ser humano honesto a carta cabal, que no puede ni siquiera ver a los bellacos, ni tapándose las narices. Había salido vencedor de su disonancia cognitiva. Bien por él.
      Otro ejemplo de la impunidad que comento es el caso de un sujeto que fue el jefe de los pesquisas del anterior gobierno, encargado de dirigir las persecuciones, secuestros y asesinatos de los opositores políticos del dictador. El Lavrenti Beria ecuatoriano. Ahora se pasea orgulloso por las calles, se pavonea de haber tenido un cargo tan alto, y sus amigos de universidad le festejan las bromas y departen amigablemente con él. “No guardan rencores”. “Ponen la otra mejilla”. Claro, si los perseguidos y asesinados no fueron ellos, sino el hijo del vecino, de manera que “si no vienen a llevarme a mi, no me importa”.
     Se quejan amargamente de los actos de corrupción, no se cansan de denunciarlos todos los días a viva voz y por las redes sociales, detestan el delito pero aman a los delincuentes, les abrazan, comen y beben con ellos; se toman fotografías abrazados a ellos, no con una sonrisa de oreja a oreja, sino con una que les da dos vueltas a la cabeza. Gazmoñería pura.
      Escuchemos una conversación típica en casa de un ciudadano “indulgente” luego de una de estas reuniones: “¡Ni sabes hijita, vengo de un almuerzo con el Fulanito, palo grueso del anterior gobierno, y de este también, si es puro cuento que están peleados. Está jovencito y guapísimo, y se acuerda clarito de nosotros, te mandó saludos, dice que siempre eras muy guapa. Verás no más que un día de estos me cae un contratito. Linda reunión, estuvimos toditos los amigos, tremendos cachos se contó el Fulanito, siempre fue simpatiquísimo y tiene una suerte, es como el gato, siempre cae parado”.
      ¿Cuál es la explicación? ¿Ponen la otra mejilla o son unos sinvergüenzas de solemnidad?
      Pues yo no puedo, tendría que negarme a mí mismo y desaparecer. Así que, absuélvame “padre” porque, según los dogmas de su Iglesia he pecado, pero le advierto que volveré a hacerlo.
LMG. 2019-08-11