jueves, 12 de septiembre de 2019

LA FÓRMULA DE LA FELICIDAD: NO LEER






Desde épocas inmemoriales el ser humano se ha auto-sugestionado y convencido a los demás (a veces incluso empleando la fuerza) que la vida tiene algún sentido y que el objetivo de la misma es ser felices. Ante el fracaso secular del cumplimiento de sus anhelos, no han faltado algunos que han hecho poesía alrededor de ese objetivo, escribiendo –entre otras frases bonitas- que la “felicidad no es un estado sino una búsqueda”. Otros, más bien cínicos, han fijado su felicidad en poseer y acumular cosas y dinero, en ofender a sus congéneres, en ser “famosos” y/o en asegurarse de que -a su muerte- su nombre conste en los libros de historia.
        Por esta única vez no voy a referirme a esos últimos, los gobernantes corruptos y expoliadores de sus pueblos, cuyos nombres ocuparían resmas de papel; ni a los empresarios explotadores de sus trabajadores, estafadores de sus clientes y depredadores de la naturaleza; ni a los banqueros ladrones; ni a los traficantes de personas; en fin, por hoy no voy a referirme a esos seres repugnantes, horrendas equivocaciones de la evolución. No. Voy a referirme a personas comunes y corrientes, que –lamentable y trágicamente- han optado por creer que la felicidad radica en no leer.
                  En la novela FAHRENHEIT 451, el escritor Ray Bradbury, presenta una sociedad del futuro en la que el Estado supone que ya ha conseguido que todos sus ciudadanos sean el colmo de felices, pero como unos pocos se mueren del aburrimiento se ponen a leer libros, lo cual les produce inspiración, o pena, o la idea de una sociedad distinta o una felicidad diferente de la que está establecida por ley; así que los gobernantes deciden que los libros son subversivos, y forman un cuerpo de bomberos cuya función no es apagar los fuegos, sino encenderlos quemando libros. Eso explica el título de la novela: a los 451 grados Fahrenheit se inflama y arde el papel. Leamos algunas frases conmovedoras de Bradbury:

...El fanático incendiario de libros se da cuenta entonces de que todo el pueblo ha escondido los libros memorizándolos. ¡Hay libros por todas partes, escondidos en la cabeza de la gente!...
       ...De modo que era inevitable que acabara oyendo o leyendo sobre los tres incendios de la Biblioteca de Alejandría; dos accidentales y el otro intencionado. Tenía nueve años cuando me enteré y me eché a llorar...
       En ese momento ya estábamos en pleno período macartista- McCarthy había obligado al ejército  a retirar algunos libros “corruptos” de las bibliotecas en el extranjero. El antes general, y por aquel entonces presidente Eisenhower, uno de los pocos valientes de aquel año, ordenó que devolvieran los libros a los estantes...
       Sólo resta mencionar una predicción que mi Bombero jefe, Beatty, hizo en 1953, en medio de mi libro. Se refería a la posibilidad de quemar libros sin cerillas ni fuego. Porque no hace falta quemar libros si el mundo empieza a llenarse de gente que no lee, que no aprende, que no sabe. Si el baloncesto y el fútbol inundan el mundo a través de la MTV, no se necesitan Beattys que prendan fuego el kerosén o persigan al lector. Si la enseñanza primaria se disuelve y desaparece a través de las grietas y de la ventilación de la clase, ¿quién, después de un tiempo, lo sabrá, o a quién le importará?
       No todo está perdido, por supuesto. Todavía estamos a tiempo si evaluamos adecuadamente y por igual  a profesores, alumnos y padressi hacemos de la calidad una responsabilidad compartida, si nos aseguramos de que al cumplir los seis años cualquier niño en cualquier país puede disponer de una biblioteca y aprender casi por osmosis; entonces las cifras de drogados, bandas callejeras, violaciones y asesinatos se reducirán casi a cero. Pero el Bombero jefe en la mitad de la novela lo explica todo, y predice los anuncios televisivos de un minuto, con tres imágenes por segundo, un bombardeo sin tregua. Escúchenlo, comprendan lo que quiere decir, y entonces vayan a sentarse con su hijo, abran un libro y vuelvan la página... [1](Entiendo “volver la página” como “cambiar el mundo)

                  Pues bien, parece que la profecía de Bradbury se ha cumplido: la sociedad actual no necesita de un gobierno despótico y alienado que le impida leer libros, la mayoría de sus integrantes ya ha decidido, por ellos mismos y sin ninguna clase de coerción, que la mejor manera de ser felices es no leer.
                  Veamos algunas facetas del comportamiento de estas personas.
                  Una persona decente, que sin ningún género de duda las hay en todos los sectores o clases sociales, cuando ingresa a un ascensor, a una casa extraña, una oficina pública o privada, un hotel, restaurante o, incluso, a una fonda de un barrio miserable (chichería de barrio, se le llama en el algunos países); en cualquiera de estas circunstancias, nada más ingresar, saluda y, en el último ejemplo,  apenas el encargado de atender a los clientes le brinda el menor servicio, como pasarle una servilleta, inmediatamente y de manera ya refleja dice GRACIAS. ¿No es cierto?
                  Pero me he encontrado con casi miles de (me cuesta trabajo llamarles) seres humanos que reciben el regalo de un libro, un ensayo o un artículo, producto de un intenso trabajo de años de investigación, de confrontación con toda la literatura escrita hasta el momento (“el estado de la cuestión” se denomina a esa investigación) y de formulación de una nueva teoría, y son tan.... que ni siquiera se les ocurre acusar recibo, peor agradecer. ¡Es que no me cabe en la cabeza un comportamiento tan espantoso!
                  Esa actitud me ha obligado a investigar las causas de la misma.
                  Una persona, ante mi extrañeza, me respondió que “disculpe no más”, pero que él estaba acostumbrado a responder (tratando de presumir, usó la palabra “feedback”) al terminar de leer el libro, adjuntando sus observaciones. Por supuesto que era un disculpa tan estúpida que ni siquiera le respondí. Vamos a ver, si ese comportamiento fuese correcto, significaría que si voy a un restaurante, no debo dar las gracias ni una sola vez, sino única y exclusivamente cuando los alimentos recibidos se hayan convertido en sustancia propia, o sea cuando los haya asimilado, y el metabolismo de mi cuerpo los haya transformado en calorías, proteínas, vitaminas y minerales; y, además, no me hayan provocado malestar estomacal alguno. O sea que regresaré al restaurante una o dos semanas después a presentar mis agradecimientos y cancelar la cuenta. De manera similar, si ese comportamiento fuese correcto, entonces en una librería simplemente hay que coger uno o más libros, ir a casa y, una vez leídos después de meses o años, regresar a la librería a cancelar el precio de aquellos y dar las gracias. Nadie negará que esos comportamientos implican una estupidez extrema.
                  En mis treinta y seis años como profesor universitario y de postgrado me he topado con estudiantes de Maestría que, al ver la primera página de un libro llena de letras y sin dibujitos, han cerrado estrepitosamente el libro muy molestos, para no volver a abrirlo jamás; en mi criterio adolecen de una patológica pereza de pensar. Por supuesto que reprobaron en mi asignatura, lo cual no fue óbice para que, de alguna manera que no quiero ni imaginarme, hayan obtenido su título y vayan por el mundo pavoneándose con él.
                  Un PhD me dijo una vez que apenas veía un escrito muy largo lo abandonaba “porque no tenía tiempo” de leerlo. Lo que me recordó una frase de mi padre: “cuando dices que no tienes tiempo es porque estás desorganizado”. Claro, “las cosas urgentes (las necesarias para mantener el empleo o aumentar la fortuna) no dejan tiempo para las cosas importantes”, para las trascendentes.
                  Una escritora uruguaya muy joven y de alta calidad, cuando le comenté esta realidad, como ella ya tiene mucha experiencia en el asunto y ha sufrido miles de veces por él, me informó que cuando alguien recibe un libro de regalo lo arruma en algún estante y se olvida de él; que solamente hay que enviar libros a quien los pide y paga por ellos previamente. Le agradecí su consejo y reconocí que tenía toda la razón.
                  Pero yo, más ingenuo que un niño de pecho, siempre he pensado que el conocimiento es universal, que le pertenece a toda la humanidad; y que, ante la evidencia de la extremada candidez, abulia, ignorancia, y estupidez de la mayoría de los seres humanos, una gota de conocimiento no sólo que no les haría daño sino que les vendría bien. Y que, puesto que están muy a gustito con su ignorancia, de ninguna manera estarán dispuestos a pagar por algo que les estremezca, ponga en duda las creencias de toda su vida y remueva los cimientos de la banalidad en la que han vivido.
                  Entonces recuerdo una frase del inmortal escritor y luchador ambateño Juan Montalvo (que suelo citar a menudo pero que me cuesta poner en práctica): “no se enoje, no grite ni llore, simplemente COMPRENDA”. Unos pocos autores, especialmente Stanley Cohen[2]con sus libros me ayuda con lujo de detalles a COMPRENDER a los sujetos que motivan este artículo.

“Mucha gente prefiere la mentira a la verdad, porque la mentira es halagadora, tranquilizante, no invita a comprometerse, es muy cómoda, mientras que la verdad es incómoda y compleja... La ignorancia nos vuelve vulnerables a las mentiras... Las verdades fabrican hombres libres, mientras que las mentiras sólo fabrican esclavos... [3]
“Hay un afán desmedido por creer lo que a cada uno le conviene o lo tranquiliza, hay una fortísima tendencia a negar lo desagradable... La infantilización del mundo es  el aumento de la credulidad...” [4]
Hay una tendencia universal “a ver sólo lo que es conveniente ver”, una forma conveniente y cómoda de negación... negación de la responsabilidad... Los complejos mecanismos síquicos que nos permiten olvidar (o cerrar los ojos ante) la información desagradable y evitar la confrontación con emociones fastidiosas”[5]

                  Pero lo auténticamente grave no termina en que los sujetos se nieguen a aceptar que son ignorantes, cierren los ojos y se refugien en su ignorancia, sino que:

“En este trágico juego de negaciones, falta una parte. Y, una vez anexada, podemos entonces construir lo que Cohen  denominaba el “triángulo de la atrocidad”, conformado por las víctimas, los perpetradores y, ahora además, los espectadores... Saber y no saber al mismo tiempo, pero también no preocuparse...”[6]

                  “Los espectadores” son los ciudadanos comunes y corrientes que viven las atrocidades pero se niegan a verlas, miran para otro lado, no quieren ni oír ni leer lo que se escribe sobre ellas, se lavan las manos, pero a fin de cuentas son tan o más responsables que los perpetradores de aquellas. Los más trágicos ejemplos son los “alemanes comunes” que “no sabían del holocausto”; los argentinos, chilenos y salvadoreños que “no sabían de las torturas y desapariciones”; los rusos que “no sabían” del régimen de terror soviético ni de las compras fraudulentas de las empresas estatales por los miembros del Partido Comunista a la caída de la URSS; los ciudadanos israelitas que niegan o “no conocen” las atrocidades que comete su gobierno contra los palestinos; los ecuatorianos que “no sabían” de los secuestros, asesinatos, torturas y robos del gobierno de Rafael Correa, etc., etc. En fin, los que reciben los análisis y descripciones de los hechos pero prefieren arrumarlos en algún estante y olvidarse de haberlos recibido.
                  Esa, en frase de Cohen, “sociología de la negación” de la realidad empieza y es muy fácil practicarla con la no lectura de los escritos que la desvelan, lo que revela lo que “hacemos con nuestro conocimiento sobre el sufrimiento de otros y cómo este conocimiento nos afecta”. Es claro que las personas a las que me refiero en este artículo adoptan la más fácil de las posturas: nada las afecta porque simplemente se niegan a leer las descripciones de la realidad. ¿Será que Cohen tuvo razón al preguntarse si estamos en camino hacia una “cultura de la negación”? Las tragedias de cada día son contempladas por “testigos pasivos e indiferentes”. He leído que Albert Einstein dijo alguna vez que “el mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad”, y la manera más cómoda (e irresponsable) de permitirla es ignorarla o fingir que se la ignora.
                  Actualmente es el sistema capitalista de libre mercado el que impulsa y necesita para su supervivencia la negación, “en tanto sistema que, por definición, niega su propia inmoralidad[7]y

“genera sus propias culturas de negación... la estrategia es exclusión y segregación: enclaves de perdedores y poblaciones redundantes, viviendo en la versión moderna de los guetos, lo suficientemente remotos como para que operen en “ojos que no ven, corazón que no siente”, separados de los enclaves de ganadores en sus centros de compras protegidos, comunidades cercadas y villas de retiro... Hacer la vista gorda no significa literalmente no mirar, significa consentir, no preocuparse, ser indiferente. La visión física es una metáfora para la visión moral”[8]

                  Ya, vale, comprendo: esas personas se niegan a conocer y, para lograrlo, les basta con no leer, es decir que buscan la felicidad en la negación de la realidad. La felicidad la obtienen al no leer.
                  Pero, ¿cómo hago para que esos sujetos no me provoquen lástima, y no los considere que son tan o más responsables de las atrocidades que se cometen en el mundo que sus mismos perpetradores?
LMG. 2019-09-07


[1]FAHRENHEIT 451, Ray Bradbury. Formato pdf. Prefacio escrito por el autor en 1993. Págs. 6, 9, 11 y 12. Subrayados míos.
[2]ESTADOS DE NEGACIÓN, Ensayo sobre atrocidades y sufrimiento. British Council. Argentina.
[3]Javier Cercas. EL PAÍS SEMANAL. 27 de enero 2019.
[4]Javier Marías. EL PAÍS SEMANAL. 1 de septiembre 2019.
[5]Stanley Cohen. ESTADOS DE NEGACIÓN. Ensayo sobre atrocidades y sufrimiento. Texto entre paréntesis, mío.
[6]Comentario a Stanley Cohen: Estados de negación. Ensayo sobre atrocidades y sufrimiento. Damián R. Muñoz. Departamento de Publicaciones, Facultad de Derecho, Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, 2005. Págs. 178-182.
[7]Muñoz, op.cit. Pág. 181. Subrayado mio.
[8]Cohen, op.cit. Subrayado mío.